Mientras caminábamos de regreso a casa, él no dejaba de
mirarme. Yo mantenía la mirada al frente, pues si volteaba hacia él, mis ojos
delatarían lo frágil que me sentía en ese pequeño momento. Sus manos empezaron
a acariciar las mías y el viento, sin quedarse atrás, hacía lo suyo con mi
rostro. “No lo merezco”, me decía, pero él, sin decir una sola palabra, decía
lo contrario. Yo lo sabía, porque podía escucharlo.
De pronto, sentí unas pequeñas gotas débiles sobre mi rostro, entonces
recordé lo bien que me hace el invierno por sus refrescantes lluvias. Mis ojos
automáticamente se guardaron, mi respiración se hizo más profunda y mis labios
se hicieron más largos y delgados, símbolo de la felicidad. Él no resistió más
y me cobijó suavemente en sus brazos; ya había olvidado lo segura que me sentía
en ellos.
Nuestros pasos se hicieron más lentos, más suaves, mientras
las ramas de los árboles bailaban con cautela a los lados. Saqué del bolsillo
derecho mis audífonos, los conecté al celular y, de pronto, un gato se hizo a
nuestro lado, y moviendo la cola, empezó a andar. Lo miré, el gato me devolvió
la mirada, y sonreímos -o eso pensé-.
Entonces, el gato empezó a agilizar las patas, y con un
guiño me hizo seguirlo a unos columpios. El tierno gatuno me regaló otro guiño
-entendí que quería que me sentara-, lo miré y fui tras ese banco rojo. Mientras
me columpiaba junto al gato, Éll no soltaba mi mano. En ese momento, me di
cuenta que, luego de haber jugado por mucho tiempo, por fin habíamos madurado
juntos.
“Cuando madures, búscame. Te estaré esperando en los
columpios”, habló el gato, recordándonos, con humor, lo que habíamos vivido
para llegar a esas sillas llenas de color. Eso sí, nunca habíamos imaginado llegar hasta allí acompañados de un gato tan sin vergüenza. –Miau-
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