Mientras caminábamos de regreso a casa, él no dejaba de mirarme. Yo mantenía la mirada al frente, pues si volteaba hacia él, mis ojos delatarían lo frágil que me sentía en ese pequeño momento. Sus manos empezaron a acariciar las mías y el viento, sin quedarse atrás, hacía lo suyo con mi rostro. “No lo merezco”, me decía, pero él, sin decir una sola palabra, decía lo contrario. Yo lo sabía, porque podía escucharlo. De pronto, sentí unas pequeñas gotas débiles sobre mi rostro, entonces recordé lo bien que me hace el invierno por sus refrescantes lluvias. Mis ojos automáticamente se guardaron, mi respiración se hizo más profunda y mis labios se hicieron más largos y delgados, símbolo de la felicidad. Él no resistió más y me cobijó suavemente en sus brazos; ya había olvidado lo segura que me sentía en ellos. Nuestros pasos se hicieron más lentos, más suaves, mientras las ramas de los árboles bailaban con cautela a los lados. Saqué del bolsillo derecho mis audífonos, los conecté al c...
Todos tenemos algo que contar. Algunos hablan, yo escribo.